Llueve.
Tan fuerte que apenas consigo escuchar mis pensamientos, tan lento que cada gota es un trueno y cada trueno es un disparo que se me mete adentro.
Miro por la ventana y noto a la Luna helada, necesita aliento, o alguien que la mire, yo mismo. Está enorme, y no hace más que transportarme a lugares a los que no quiero ir.
A mil kilómetros de aquí, tal vez algo menos, tú en algún rincón de entre tanta inmensidad.
Cruzo las piernas y meto la cabeza entre ellas, sentado en un rincón bajo esa ventana que parece que vaya a explotar. Alargo la mano, estiro los dedos, intento rozarte, me doy cuenta por enésima vez en lo que va de noche que no estás, no me hago a la idea.
Nunca me hago a la idea.
Vuelvo a la posición inicial, cierro los ojos, no me consuela.
Quisiera tenerte aquí, cerca de mí, tirada en la cama, que me contases hasta el más íntimo de tus secretos mientras yo te miro con media sonrisa en los labios.
Descubrir el más íntimo de tus secretos y recorrerlo con la punta de mis dedos, bajar mis labios a los tuyos y besarte como si nunca más te fuera a tener, como si en cualquier instante pudieses desaparecer y dejarme con la miel en los labios, nunca mejor dicho.
Sé perfectamente cómo me podría sentir, porque ahora no te tengo y lo entiendo, entiendo que si desaparecieses querría gritar entre la lluvia y romperlo todo, reventar mil cristales, tantos como polvos te he echado, tantos como polvos dejamos por echar. Más incluso.
Regreso a la cama para comprobar de nuevo que no estás. No será la última vez esta noche. Me tumbo en ella e imagino que me tumbo al lado tuyo, que tirados sobre ella nos miramos a los ojos y ellos hablan por nosotros, que hablan los silencios y nuestros cuerpos, que se rozan y mueven en un eterno baile escuchando una música demasiado antigua como para ser comprendida.
Nadie comprende el baile de dos amantes.
Nadie es capaz de comprender el lenguaje de los cuerpos.
Nadie. Solo dejarse llevar, simplemente.
Y nos dejamos llevar. Y gritas. Y grito. Y sudamos. Y el sudor nos moja tanto que llegamos a deslizarnos hasta allí donde nuestras voces no se oyen, allí donde solo hablan susurros y gemidos.
Y te tumbas. Y me tumbo. Nos miramos.
Alargo la mano, estiro los dedos, intento rozarte, mierda…
Me doy cuenta por enésima vez en lo que va de noche que no estás, no será la última, no me hago a la idea.
Intentaré dormir.
Quizá ahí sí te encuentre…